Una forma inespecífica que recuerda otras formas. Las piezas que conforman esta exposición de Angella Holguin nos sitúan en un punto entre la naturaleza y el material: son figuras contenidas en un instante, con el ritmo latente, como si de pronto fueran a empezar a moverse con la cadencia de lo que crece y se expande, de lo que vive. En la era del antropoceno, este tiempo en el que no hay un rincón del planeta que no se vea afectado por la actividad de las personas, que se convierten así en una fuerza geológica; volver a los organismos no humanos para buscar sus composiciones es una manera de poner la vida encima de lo estéril, de lo inerte. El trabajo de Holguin también inserta una paradoja: el acero se trabaja para hacer perdurar aquello que naturalmente perece, para volver atemporal eso que tiene una duración finita.
Ver las piezas es también reconocer el diálogo que establecen con su correlato orgánico y saber que no se agota ni se reproduce: el juego que opera en esta relación no es de fidelidad; al contrario, es una ida y vuelta libres, una mezcla entre el artificio —la estructura, las combinaciones, el cuerpo de quien forja y moldea— y lo ya dado —piedras, arcillas, formas naturales. Los volúmenes que se entregan en este proceso no muestran esencias, no dictan, no dicen cómo tienen que ser/leer/entenderse las cosas, una materialidad que propone nuevas articulaciones con lo vital; comunidades de especies casi vivas que se expanden en la sala y hacia adentro de quienes las miran. Los organismos proliferan, se multiplican, hacen posible un espacio de convivencia, de brotes y expansiones que nos obligan a volver a ver lo natural con otros ojos, con la sensualidad que ponemos en los objetos y que se perfilan con la mirada. Brillos, óxidos, azules que se estiran para tocarnos, para recordarnos lo tenue que puede ser la línea que separa nuestros cuerpos de las otredades orgánicas, que pese a todo la vida baila, resiste y se nos aparece de frente.