Las tradiciones de sabiduría suelen organizar el universo a partir de sus elementos. Aire, tierra, agua y fuego conforman los cuatro polos de una cruz que representa y señala el camino que debe recorrer todo discípulo. La cruz —ya sea en el cristianismo o en la cosmovisión prehispánica— cambia de signo cuando uno se adentra en su misterio; es entonces cuando se despierta el quinto elemento: el éter. Algunos hablan del “rumbo del corazón” o del “ombligo del universo”: la carretera sideral que conduce hacia la fuente, al Wuji del taoísmo o al motor inmóvil aristotélico. Sirva lo anterior para decir que esta Gestación Etérea de Angella Holguin puede leerse desde estos bagajes sapienciales. Las formas (aladas, vegetales, marinas o totémicas) y los materiales (acero, textil, piel, madera, arcilla, mármol, resina) de este jardín escultórico se relacionan en función de un principio etéreo. La estética y el discurso apuntan hacia una zona de sombra intraducible; y la conjunción de opuestos expresa una ley común a toda la mística, cifrada aquí en figuras dinámicas y arraigadas. El oficio de la artista está en consonancia con las visiones de las civilizaciones madre, en las que el arte y su gratuidad eran un fruto espontáneo de las búsquedas de autoconocimiento. No hay aquí regodeos esteticistas ni embrollos intelectuales; a contrapelo de las modas vigentes, esta exposición alumbra y nos pone en ruta hacia los orígenes, hacia ese edén o jardín primigenio en donde la belleza, el amor y el espíritu regían una danza circular de hermandad, cultivo y armonía. Pero ¿Cómo percibir estos lenguajes? A través de su perfume, dicen quienes han recorrido estos caminos. Solo al abrir los sentidos y lavar la mirada —aseguran— es posible nacer de nuevo.