El fuego es por excelencia la energía transformadora. Físicamente, es este poder transformador el que acuna el génesis; donde nacer y morir están en entredicho.
En Origen y Fuego, Angella Holguin elige el metal como elemento para someterse a esa transformación, donde el fuego es el creador y el metal su encarnación. El metal, que en cuerpo e imagen representa la sublimidad desde la fuerza.
En la obra de Holguin, la fuerza creadora está concentrada en los espacios habitados por el calor. Las esculturas son la muestra de una creación primitiva en su más honesta materialización: el deseo de situarse en los principios del mundo, verle las semillas, y reflejarse (reflexionarse) en ello.
Plantas moldeadas por el fuego, organismos vegetales que extienden sus redes o tentáculos de acero y mineralizan el paisaje natural. Vivas mediante la artificialidad (una vida otorgada) que germina. Plantas metálicas que generan su propio campo magnético. En su campo gravitacional hacen que las cosas giren en torno a ellas. Es imposible no sentir una fuerza magnética como en un pequeño sistema solar, o mejor dicho, como en un sistema de soles propiciando órbitas. Sus obras se muestran como astros.
En Origen y Fuego, Holguin genera escenas elementales, congela sombras: la silueta de la enredadera de navajas; las lenguas del metal que serpentean su diálogo. Pienso en estas esculturas como una vegetación mineral del futuro. El conjunto de esculturas evoca un jardín donde se modela la biósfera transformando un material imperturbable en un espacio botánico personal.
Las piezas son flores ardientes y afiladas que surgen de la tierra. Esculturas salvajes que pertenecen a un “afuera” selvático, un jardín de minerales que se mantiene en construcción. ¿Qué viento sería capaz de sacudir sus hojas?